Hay llantos incomprensibles. Como aquel primero, camino de Pieros, en plena carretera nacional. Nada destacable en el monótono paisaje. Ningún síntoma físico ni mental de dolor o de cansancio. Andando a buen ritmo, marcando incluso el paso con alguna melodía apenas susurrada. No soy capaz de recordar -ni de entender- qué provocó aquel llanto, qué produjo aquella sorpresiva emoción en aquella "nada" de asfalto y de campiñas. Había iniciado la etapa -y el Camino-, quince kilómetros atrás, templando pulsos disparados, centrado en no perderme en ese templario laberinto que es la salida de Ponferrada. Me había embriagado de las viñas jalonando el sendero que conduce a Cacabelos, detenido en la contemplación del río Cúa y el santuario de la Quinta Angustia, buscando el contrapunto de hermosura preciso antes de proseguir hacia el polígono industrial y la definitiva salida por una nacional que anunciaba pendientes de subida. Y fue justo en esa ascensión de asfalto, en esa soledad de campo y carretera, cuando me eché a llorar, sin motivo aparente.
Y es que, tal vez, los motivos sobraran. O tal vez sucediera, simplemente, que afloraron las contenidas emociones de las horas previas, de los días previos, de todos los latidos que acallé y de todos los pasos que soñé sin darlos y que ahora daba sin soñarlos. O tal vez sea que el Camino te hace llorar como una forma inmejorable de limpiar el alma. Sin previo aviso, te deja al descubierto las íntimas negruras, los posos de suciedad que fue dejando el tiempo en las rendijas del alma. Sin previo aviso, el llanto purifica, arranca la costra del polvo acumulado en algún pliegue. O en todos los pliegues que la vida fue dejando en un alma donde crecieron las arrugas.
En realidad, no existen los llantos incomprensibles. Lo que ocurre es que hay llantos que no precisan comprensión. Hay llantos que tan solo precisan ser llorados. Sin más respuestas. Sin más preguntas. Como aquel llanto en aquella "nada" de mi interior, subiendo la carretera hacia Pieros...
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