Afuera queda el mundo, con sus ruidos y bullicios,
su gente que pasa, sus tiempos con prisas, sus tristes soledades en tantas
multitudes. Adentro, la quietud y el tiempo detenido, la paz queriendo abrirse
paso en tantas batallas interiores, el silencio profundo restallando en el alma
como un grito de Dios. Para eso está el templo: para ser refugio, albergue del
alma, lugar de acogida para el que precisa escapar del mundo siquiera un
momento. Las puertas abiertas para el creyente y para el descreído, para el que
va de paso y para el que busca quedarse un momento a solas con Dios. O consigo
mismo. El templo, la frontera sin guardia entre lo mundano y la trascendencia,
la invitación al descanso y al cobijo del alma cansada de andar a la
intemperie, del alma peregrina que, a veces, no sabe bien a dónde se dirige. El
templo, metáfora del Templo infinito del Camino y de todos sus sagrados espacios,
sin techos ni cúpulas, donde es posible escapar del mundo y dejar que Dios te
atraviese el alma.