Atrás quedó Cebreiro,
mágico y céltico,
ahíto de leyenda y de milagro,
de noche fría y púrpura amanecer,
maremoto de nubes envolviendo
el abismo infinito de Os Ancares,
detenido en la orilla del Camino,
Piedrafita abajo, invisible,
tragado por la inquietante quietud
de un cielo convertido en océano.
Atrás quedó, misterioso,
y la calle empedrada se volvió sendero
que ascendía y descendía,
elevándose el sol por el oriente,
engullendo las nubes,
disipando neblinas,
compañero otra vez del caminante.
Y atrás quedó Liñares
y el pedregoso tobogán entre abedules
que acabó mudando en rampa
de ascenso hasta lo alto.
Y allí, en lo alto del Alto de San Roque,
todo era inmensidad de verde y bronce:
el Courel delante de los ojos,
a la sombra del inmóvil peregrino
que lucha contra el viento.
Allí recordé lo que escribió el poeta
que soñaba primaveras
con las esquinas rotas:
"Me gusta el viento. No sé por qué,
pero cuando camino contra el viento
parece que me borra cosas.
Quiero decir: cosas que quiero borrar".
Y seguí caminando,
con el viento borrándome cosas
y con el alma peregrina palpitando recuerdos
que ni el viento jamás logrará borrar...