Cuatro lunas atrás, en la penúltima alborada de julio, despertábamos de todos los sueños para empezar a vivir la realidad de nuestro Camino. Bostezaba la noche sus últimos alientos, ruidosos y embriagados, por las calles de Oviedo. Cristales rotos, huellas del sábado, delatoras sonrisas, un absurdo "ya os queda menos" de un bufón de la noche que, tal vez, en su mirada perdida no viera más que a otros dos bufones de la noche con mochilas. El diccionario define perfectamente, en su primera acepción, qué es un peregrino: "Dicho de una persona: que anda por tierras extrañas". Un extranjero. Un nómada. Un sin-nombre. Y eso éramos: unos extraños deambulando por el reducido mundo de dos calles repletas de bares acabados de cerrar. Con sus últimos supervivientes, con su mugre esperando ser limpiada, con sus ojos de noche rota, no dispuestas aún para vestirse de domingo.
La Catedral sí que estaba vestida de fiesta. Lo está siempre, en realidad, como todas las catedrales del mundo. Aquella plaza, inmensamente vacía, nos regaló el abrazo del primer celeste en el cielo nublado de aquella mañana. La noche vencida. Y también vencidos el ruido y la embriaguez. Kilómetro cero. De allí partíamos, en realidad. De Catedral a Catedral, catorce días y más de tres centenares de kilómetros. Y más de tres centenares de horas, en que solo seríamos peregrinos por el Camino Primitivo hacia Santiago. Sin más patria. Sin más nombre.
Allí estábamos, con nuestros pies sobre la placa de bronce, la primera señal, la imponente Catedral a nuestras espaldas. La primera foto, el primer paso, el primer giro, la primera calle, la primera vieira sobre el suelo. Todo volvía a ser primera vez de todo.
Deambulábamos aún por la ciudad dormida, buscando vieiras de bronce clavadas en el suelo, nuestras guías para no perdernos en tierras extrañas. Avenidas, semáforos, pasos de peatones, pasarela para cruzar la vía del tren... Al peregrino le incomoda la ciudad aunque provenga de ella. Y le incomoda por muy hermosa que sea la ciudad, como, sin duda, lo es Oviedo.
De repente, la ciudad se acabó, como si el Naranco impusiera una frontera, a partir de la cual, solo cabe el prado, el castaño, el roble, el camino de tierra, la carreterilla rural... Y el Silencio...
Y sí, fue justo allí, cuando la ciudad quedó definitivamente atrás, que dejamos de ser unos extraños y unos nómadas sin nombre. Fue allí cuando el Camino nos dijo que, ahora sí, ya éramos, definitivamente, unos de los suyos.
Sucedió, cuatro lunas atrás, en la penúltima alborada de julio...
Creedme, mis ojos lo vieron...