El amanecer de aquel día me sorprendió en medio de una nada absoluta. Una nada física, parcelada en cuatro franjas: las dos exteriores, un doble páramo extendiéndose en los cuatro horizontes que conforman los cuatro puntos cardinales; la segunda a la derecha, una carretera, el doble de ancha que el sendero de su izquierda, por el que yo caminaba. Ambos, carretera y sendero, perdiéndose también en las dos lontananzas de delante y de detrás. Mirara donde mirara, nada más. Páramos, carretera y sendero extendiéndose hasta un infinito inalcanzable, a norte, sur, este y oeste. Nada más. Y nadie más. Ni un alma. Ni nada que lo pareciera, aún en la lejanía, aunque solo fuera una simple imaginación, un espejismo. Como mucho, una desangelada hilera de árboles deshojados, casi esqueléticos.
Tanta nada me hizo sentir un jirón en el alma, no sabría explicar exactamente de qué: si un jirón de tristeza, de vacío, de soledad... o de todo a la vez. Recuerdo mirar al cielo, pensar que era domingo, que ese cielo estaba extrañamente azul (no estaba tan claro que no fuera a llover ese día) y lo surcaban hermosísimas nubes blancas, verdaderamente como si fueran de algodón. Recuerdo ponerme a rezar, no sé exactamente qué, no una oración al uso y estereotipada como el padrenuestro o similar. No era un rezo para pedir ni para dar las gracias. Era como un "ajuste de cuentas" con Dios, como una necesidad de cantarle y que me cantara las cuarenta. De repente, mi cabeza recreó la imagen de mi padre muriéndose... Y recuerdo, en ese justo instante, darme cuenta de que todo el paisaje se me había nublado porque tenía las pupilas empañadas. Había seguido andando sin mirar nada. Al fin y al cabo, no iba a haber ni una maldita curva a la que prestar atención. Me detuve en seco, me sequé los ojos... Y, entonces, me di cuenta de que aquella nada era más inmensamente hermosa de lo que hasta entonces podía haber apreciado, posiblemente porque la había estado mirando con el alma empañada...
Había sido necesaria aquella nada para limpiarme el alma. Aquel día sentí en mi fuero interno la certeza de que iba a llegar. Me di cuenta de que había llorado sin lágrimas. Que todo lo había llorado por dentro. Solo al final, las lágrimas interiores rebosaron y me empañaron los ojos. Como si fuera preciso velar el paisaje y volver a descubrirlo con ojos nuevos y limpios. Desde aquel momento, el Camino se convirtió en una auténtica explosión de los sentidos. Y no dejó de serlo hasta el final. No hubo más lágrimas, ni interiores ni exteriores, en todo el resto de los días. Así, que el día que llegué, lo lloré todo. Tal vez fueran todas las lágrimas interiores de aquella mañana, casi recién amanecida, que permanecieron allí, limpiándome por dentro, hasta que el Camino ya estuviera cumplido y hubiera llegado a la meta.
(Invierno de 2015. En algún lugar del páramo leonés, antes de llegar a Reliegos. Camino Francés)