Solo es una cruz pequeña rematando un mástil de madera disparándose a los cielos sobre el humilladero de un montículo de piedras, un morcuero de huellas peregrinas, de pesos despojados del bolsillo del alma, de guijarros encontrados en alguna senda de la vida. Subes a la cruz pisando vacíos de quienes encontraron su propia plenitud en el Camino. Y allí arrojas tu piedra, anónima y desnuda, tal vez garabateada con una fecha o con un nombre que nada desvela sino un alma que llegó hasta allí para desprenderse de vacíos y pesos y noches sin luz y días sin noches.
Y allí quedas...
Que en Cruz de Ferro siempre queda un pedazo del alma peregrina, inevitablemente, hecho piedra bajo la cruz, sencilla y pequeña, que señala cuatro puntos cardinales en sus brazos abiertos, acariciando un cielo que allí parece más cercano. Bajo la cruz, cuyo mástil acaricias mirando hacia arriba, mientras hablas con Dios o con el Universo en la profundidad de tu Silencio.