Sientes
el alma empapada de emoción,
como si hubiera atravesado una tormenta
y le hubiera sorprendido la lluvia torrencial
a la intemperie, calándole los huesos.
Hay tras la plenitud, un momento de vacío,
un instante donde todo se detiene,
en ti y fuera de ti,
donde el cuerpo duele
y duelen los pies y las entrañas.
Allí donde quedó la huella invisible
de tu último paso.
Tras la explosión de la llegada,
tras los pulsos disparados,
tras la desbordada felicidad
y el abrazo con otros peregrinos,
uno siente la necesidad
de dedicarse tiempo,
de encontrarse a solas,
de besar con todo el cuerpo
la tierra prometida del Obradoiro
y de llorarlo todo. Todo.
Para empapar el alma
de esa emoción incontenible
como un aguacero.
Estás allí. Eres. Llegaste.
Y te duele el Camino
que dejó de ser camino
para volverse sangre
recorriéndote las venas,
dándote vida.
Entonces, te levantas,
vuelve el mundo a ponerse en movimiento
y tú sonríes
cuando dejas,
sobre la piedra gris del Obradoiro,
la huella invisible
de tu primer paso
con el que continúas tu Camino.