Apenas si habíamos coincidido dos veces en todo el
Camino, dos fugaces instantes, veinte segundos como mucho, que es apenas un
átomo de tiempo en la inmensidad de las horas y de los días. Las únicas
palabras que cruzamos fue en el primer encuentro. Él me preguntó, en un escueto
inglés: "¿Pilgrim. Camino?". Yo me limité a asentir. Él se limitó a
sonreír. Yo le devolví la sonrisa. Ese mismo día -era mi segunda etapa- paré en
algún lugar indeterminado a descansar un poco, seguramente al cobijo de algún
techado porque recuerdo que llovía. Al poco, él pasó, con su poncho rojo y su
sombrero, andando despacio, me vio, alzó la mano y yo correspondí a su saludo.
Nunca más nos vimos ni nos cruzamos ni coincidimos en lugar alguno, ni ese día
ni en las siguientes jornadas.
El jueves, llegué al Obradoiro. Empapado. Solo. Con
esa Soledad compañera, querida y requerida tantas veces. En la plaza, se
abrazaban, se besaban y lloraban un numeroso grupo de jóvenes que después supe
que eran italianos y que habían hecho el Camino Sanabrés. Yo, los contemplaba y
sentía bajo mi piel el escalofrío propio de saber qué era exactamente lo que
estaban sintiendo. Verlos era un regalo. Yo, interiorizaba mis propias
emociones. Allí estaba, otra vez, en esa Compostela tan desnuda como siempre, mujer
preciosa, frente a la inmensidad de las dos torres, ya desvestidas de andamios.
Busqué mi rincón bajo el arco de Raxoi. Lo hago
siempre. Aún cuando haya llegado a Santiago en compañía, he buscado mi rincón
bajo el arco y me he aislado. Me descuelgo, por fin, la mochila, la apoyo sobre
una de las paredes del arco y me siento en el suelo, a contemplarlo todo a ras
de tierra. Pero esta vez aún no me había sentado, cuando apareció él, sonriendo
y levantándome el brazo, a modo de saludo. Lo reconocí, claro, su poncho rojo y
su sombrero, su lento andar. Avancé hacia él, con mis brazos extendidos para
estrechar su mano. Pero las manos estrechadas dieron paso a un abrazo intenso,
profundo, maravilloso, mágico. Y todo se detuvo en ese instante. Hasta el
tiempo.
Johannes -ni siquiera sé si escribo bien su
nombre-, holandés, 73 años, peregrino desde Fátima a Santiago, a razón de 15
kilómetros diarios ("no más, más no puedo", me decía en una mezcla de
italiano y castellano), un perfecto desconocido del que ni siquiera conocía su
nombre -lo supe después- y al que apenas había visto dos fugaces instantes
hacía ya cuatro días, lloraba como un niño pequeño sobre mi hombro, fuertemente
abrazado a mí. Y yo lloraba como un niño pequeño sobre su hombro, fuertemente
abrazado a él. No existía sentimiento alguno de vergüenza ni pudor. Era una
emoción sincera, profunda, mágica, brotada directamente del Alma. De nuestras
almas peregrinas.
De Johannes me queda el recuerdo y esta foto.
Supongo que a él de mí, lo mismo. Compartimos dos cervezas tras la misa del
peregrino, donde también coincidimos. Compartimos, en quince o veinte minutos,
experiencias peregrinas y unos cuantos datos biográficos. Pero no compartimos
teléfonos ni direcciones de correo ni ninguna otra forma de contacto. Nos dimos
las gracias mutuamente varias veces y, al despedirnos, nos estrechamos en un
cariñoso abrazo. Él me dijo: "Eres muy simpático, Mijel, grazie,
grazie". Yo le deseé un Buen Camino por la Vida. Sus ojos se humedecieron
y su sonrisa iluminó toda la calle. Y, diciéndome adiós, repetía: "Por la
vida, por la vida, Buen Camino por la vida, sí, sí".
Seguramente, no volveremos a encontrarnos jamás.
Pero el Camino tiene estas cosas inexplicables, que solo pueden entenderse si
se viven y se sienten. Yo así lo viví, así lo sentí y así (me) lo cuento.
Y miro la foto y sonrío abiertamente. La foto de
dos niños pequeños, felices bajo la lluvia de Compostela...