Apenas clareaba en el cielo encapotado de aquel
amanecer de febrero en Rabanal. "Hoy nevará", me anunció el posadero
mientras vertía la leche hirviendo en el tazón de café, con la seguridad que
otorga la experiencia de haber visto muchos cielos nublados en los duros
inviernos maragatos. Se interesó por mi Camino, como si la escasez de
peregrinos de aquellos días hiciera más relevantes las experiencias camineras
de quienes se atrevían a llegar a aquellos lares. Rememoré con él mesetas y
planicies castellanas, la infinita rectitud del páramo leonés, donde a uno se
le antoja una utopía alcanzar el próximo horizonte.
Demoré la partida, bebiéndome a pequeños sorbos el
tazón, empeñándome en calentar el alma más que el propio cuerpo, con la mirada
perdida mientras dibujaba en mi mente fugaces recuerdos que empezaron a parecerme
extrañamente lejanos. Pensé en todo el camino recorrido y en la profunda
soledad de casi todos los días, apenas desgarrada por tres o cuatro encuentros
provisorios. Quise recordar el nombre de aquel chico con quien coincidí en
Hornillos, sin conseguirlo. Sonreí pensando que, quizá, ni siquiera nos lo dijéramos
porque el Camino nos iguala a todos bajo un mismo nombre: peregrino. Nos hace
coincidir en un instante, en dos tal vez. Y, después, lleva a cada cual por
donde quiere. Aquel peregrino se “esfumó”, sin dejar rastro, al día siguiente. Acaso
claudicara ante el demoledor envite del viento en aquella inmensa planicie sin
refugio posible que se divisaba desde el Alto de Mostelares. Recordé mi absurda
rebeldía, mis gritos desaforados en aquella soledad tan absoluta que, por un
momento, llegué a pensar que solo existíamos en el mundo el viento y yo. Recordé
haber llorado de angustia mientras sentía que el viento me quebraba como a un
tallo. Quizá él, el peregrino sin más nombre que el propio de peregrino, no
pudo vencerle, ¿quién sabe?
Quién sabe si Jonás llegó a Santiago, con tanta
prisa como tenía, con tanta pausa con la que andaba, sin que pareciera que el tiempo
le apremiara porque en solo cuatro jornadas debía llegar a O Cebreiro. Hacía
cuentas mentales mirando un viejo papel donde tenía anotadas las distancias.
“Casi 40 por día”, me decía con despreocupación. “Bueno, tal vez llegue tarde,
que empiecen sin mí, ya les daré alcance”. En O Cebreiro le esperaban. Tal vez
llegaría a tiempo el bueno de Jonás –si es que así se llamaba, ya no estoy
seguro- que me dio alcance faltando apenas cinco kilómetros para llegar a
Mansilla de las Mulas y me preguntó, sin saludo previo, si yo me sentiría
triste si hubiera perdido mi cantimplora como él había perdido la suya. Tomamos
un café en un albergue próximo a la entrada en la ciudad y allí se declaró un
“enfermo del Camino”, sin remedio posible. Terminal. Un enfermo del Camino no
es un ser extravagante en apariencia pero puede ser un incomprendido por
alguien que no padezca de esa incurable patología. Apurando el café, Jonás –o
cómo se llamara el peregrino- me miró fijamente a los ojos y me dijo,
sonriéndome: “Y tú eres otro enfermo del Camino. Nadie que no lo fuera me
habría contestado, sin saludo previo, que sí, que se sentiría triste si hubiera
perdido su cantimplora”.
Quién sabe si Jonás llegó a Santiago. Quien no
llegó seguro fue María –nos habíamos presentado, se llamaba como mi hija, por
lo que esta vez no era posible olvidar su nombre-, que al día siguiente de
nuestro encuentro en el Crucero de Santo Toribio debía volver a casa desde
Astorga. Siempre he pensado que el final de cada etapa es, en realidad, una
pequeña Compostela. Y el Camino se va haciendo a fuerza de llegar a cada una de
las pequeñas Compostela que preludian la Gran Compostela del Apóstol. La última
pequeña Compostela del Camino es aquella desde la que uno vuelve a casa. Al
Camino de la Vida, después de haber sido peregrino en la Vida del Camino.
La pequeña Compostela de María era Astorga. La mía,
mi pequeña Compostela de este nuevo tiempo de Vida en el Camino, era Cruz de
Ferro. Tenía que ponerme en marcha. Apenas clareaba en el cielo encapotado de aquel
amanecer en Rabanal. Al poco de dejar atrás el pueblo, empezaron a caer los
primeros copos de nieve. Sonreí. Y temblé. No sé si de frío o de algo parecido
al miedo. Aceleré el paso, crucé la carretera y me envolví en aquel paisaje
pintado de nevadas anteriores. Cuando la nieve blanqueó todo el sendero,
continué por carretera la subida a Foncebadón, que encontré más mágico que
fantasmagórico, desdibujándose entre la bruma gris de las nubes bajas. El
albergue abierto invitaba a la parada y a la bucólica contemplación a través de
la ventana del pueblo desolado y cubierto por la nieve que ahora caía con
fuerza. Sonreí. Y temblé. No sé si de frío o de algo parecido a la felicidad.
Arriba del todo, en Cruz de Ferro, cumplí con el
rito peregrino de arrojar mi piedra sobre el nevado montículo en el que se
clava la cruz más sencilla y desnuda que jamás haya visto en mi vida. Una cruz
como la de aquellos versos de León Felipe: sin añadidos ni ornamentos, el astil
disparándose a los cielos, rematado en aquella cruz pequeña, diminuta, tan
sencilla y desnuda que costaba trabajo entender su relevancia. Hasta que fui
capaz de contemplarla con el alma. Y, entonces, fui capaz de encontrarte con el
alma.
Porque a aquella pequeña Compostela de otro tiempo
de Vida en el Camino yo había subido para encontrarme contigo, en la Inmensa
Soledad de lo Infinito. Y allí estábamos los dos. Como si no existiera nadie
más en este mundo. Tú y yo. Solos. Bajo la nieve. Junto a la Cruz. En el punto
más alto del Camino. En el sitio exacto donde el Camino estaba más cerca de tu
Cielo, mi Eterno Peregrino.