Ahora que había llegado, echaba la vista atrás y el inicio le parecía muy lejano. Porque el primer paso quedaba muy atrás en el tiempo. El primer paso. Sonrió al recordarlo. La noche casi a punto de ser vencida, el frío inevitable de un amanecer intuyéndose en el cielo violeta, la calle desierta. Y el corazón palpitante, como ahora, retumbando en las fachadas de las casas, en aquel callejón donde iniciaba su aventura. El primer paso. ¿Cuántos habría dado hasta llegar allí? ¿Cuántos miles de pasos habrían conformado su Camino? Su mente divagaba, sin apartar su mirada de la inmensidad arquitectónica de la Catedral. El cuerpo vencido, los pies descalzos, la cabeza apoyada en la mochila. Entonces, se dio cuenta que lloraba. Y cerró los ojos.
Con los ojos cerrados y el alma despierta, dibujó en su mente la película completa de un Camino inacabable. Porque aquella meta del Obradoiro no era más que el principio de un Camino con comienzo pero sin fin. Pensó en lo infinito, en lo eterno, en lo inabarcable de lo inacabable. Y se sintió pequeño en aquella inmensidad de un tiempo sin tiempo.