Pensamientos, reflexiones, experiencias, historias y vivencias acerca del Camino de Santiago

Qué limpia exactitud la de esta niebla

Qué limpia exactitud la de esta niebla,
el carruaje etéreo que en la aurora recorre
estos campos de luz recién llegada,
(...)
ficción de claridad sin concluir,
plata que será oro al mediodía.

Qué limpia exactitud, y qué inconstante,
qué fugaz esta niebla,
ala huidiza del sol, y tan sin rumbo:
ilusionista frágil que se esfuma,
qué disipada alquimia:
ya no está.

Y con qué precisión recobra el árbol
la arcadia de su sombra,
y con qué majestad
se disuelve en los montes el vacío.
(...)

Y qué claro el camino, 
y el agua en su fluir qué transparente.

Por el instante breve de una lágrima,
qué limpia exactitud tuvo esa niebla,
quimera en la mañana sin jinete;
qué limpio amanecer fue su venero;
metáfora de nada,
verdad y sinrazón del devenir,
desbocada quimera,
(...)
como un amanecer extenuado
de ser eternamente amanecer.

FELIPE BENÍTEZ REYES

(Fotografía: Nadia Gera.- https://www.instagram.com/p/BX8d7imgXDz/)

Un inmenso ¡Ultreia!

Sobre el muro de piedra, la señal precisa. Allí donde falta la señal, unas manos peregrinas la pintaron para guiar los pasos de otros peregrinos. Dejaron una marca inconfundible, un signo inequívoco, una brújula sin más puntos cardinales que aquel que marca el rumbo a Compostela.

Cada flecha amarilla del Camino es un inmenso ¡Ultreia! gritado por las voces anónimas de tantos peregrinos que siguieron su estela. ¡Adelante! ¡Ánimo! Que más allá está Santiago.

¡Et Suseia!... Y más arriba, peregrino, y más arriba...

¡Hasta las mismas puertas de la Gloria del Apóstol!

Cuatro lunas atrás

Cuatro lunas atrás, en la penúltima alborada de julio, despertábamos de todos los sueños para empezar a vivir la realidad de nuestro Camino. Bostezaba la noche sus últimos alientos, ruidosos y embriagados, por las calles de Oviedo. Cristales rotos, huellas del sábado, delatoras sonrisas, un absurdo "ya os queda menos" de un bufón de la noche que, tal vez, en su mirada perdida no viera más que a otros dos bufones de la noche con mochilas. El diccionario define perfectamente, en su primera acepción, qué es un peregrino: "Dicho de una persona: que anda por tierras extrañas". Un extranjero. Un nómada. Un sin-nombre. Y eso éramos: unos extraños deambulando por el reducido mundo de dos calles repletas de bares acabados de cerrar. Con sus últimos supervivientes, con su mugre esperando ser limpiada, con sus ojos de noche rota, no dispuestas aún para vestirse de domingo.

La Catedral sí que estaba vestida de fiesta. Lo está siempre, en realidad, como todas las catedrales del mundo. Aquella plaza, inmensamente vacía, nos regaló el abrazo del primer celeste en el cielo nublado de aquella mañana. La noche vencida. Y también vencidos el ruido y la embriaguez. Kilómetro cero. De allí partíamos, en realidad. De Catedral a Catedral, catorce días y más de tres centenares de kilómetros. Y más de tres centenares de horas, en que solo seríamos peregrinos por el Camino Primitivo hacia Santiago. Sin más patria. Sin más nombre.

Allí estábamos, con nuestros pies sobre la placa de bronce, la primera señal, la imponente Catedral a nuestras espaldas. La primera foto, el primer paso, el primer giro, la primera calle, la primera vieira sobre el suelo. Todo volvía a ser primera vez de todo.

Deambulábamos aún por la ciudad dormida, buscando vieiras de bronce clavadas en el suelo, nuestras guías para no perdernos en tierras extrañas. Avenidas, semáforos, pasos de peatones, pasarela para cruzar la vía del tren... Al peregrino le incomoda la ciudad aunque provenga de ella. Y le incomoda por muy hermosa que sea la ciudad, como, sin duda, lo es Oviedo.

De repente, la ciudad se acabó, como si el Naranco impusiera una frontera, a partir de la cual, solo cabe el prado, el castaño, el roble, el camino de tierra, la carreterilla rural... Y el Silencio...

Y sí, fue justo allí, cuando la ciudad quedó definitivamente atrás, que dejamos de ser unos extraños y unos nómadas sin nombre. Fue allí cuando el Camino nos dijo que, ahora sí, ya éramos, definitivamente, unos de los suyos.

Sucedió, cuatro lunas atrás, en la penúltima alborada de julio...

Creedme, mis ojos lo vieron...

La gente del Camino

Camina sin prisas.
Contempla sin prisas.
Detente a conversar.
El Camino también es su gente,
su buena gente,
que "no conocen la prisa
ni aún en los días de fiesta".
"Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan",
como aquellas del poema machadiano.
E invitan a soñar
y a vivir
cuando pasas.
Después,
al despedirte,
te dirán: "Buen Camino".
Que suena a bendición
porque tal vez lo sea.
Si les miras a los ojos,
encontrarás en ellos lo sagrado.
"Buen Camino, peregrino":
la bendición más hermosa
de quienes son parte
esencial e inseparable
del Camino.

La soledad del caminante

(Fotografía: Daysi Estrada)




Nadie acompaña al caminante. Ni siquiera sus demonios lo acompañan cuando sale a caminar, cuando se adentra en el bosque.

Así es la soledad del caminante solitario. Así es el horizonte, nítido y virtuoso, de todos sus caminos.

VICENTE VALERO

Un niño que camina solo

"El peregrino es un niño que camina solo, en un universo de sueños, en busca de la ilusión" (José Manuel Boto Boto)

Ese Abrazo, ese

Y ese Abrazo final,
deteniendo el tiempo,
estrechando todos los espacios,
haciendo nuestros
el tiempo y el espacio
en ese paréntesis de nuestros cuerpos enlazados
para atrapar en él
la infinitud de nuestras Almas.
Ese Abrazo, ese,
tras el último paso,
tras la última lágrima.
Tras todos los cansancios,
el Descanso final,
apoyados el uno sobre el otro,
el uno junto al otro,
apretujando la Vida
para Sentirla nuestra,
toda nuestra,
solo nuestra.
Ese Abrazo, ese,
ese Milagro,
esa conjugación sin palabras
del verbo Almar
-que es Amar desde el Alma
y con el Alma-,
ese instante de Eternidad
que creamos
como si fuéramos dioses,
allí, justo allí
donde el Camino acaba
para empezar de nuevo.
Al fin y al cabo,
el Camino, como la Vida,
qué es
sino una Inmensa Historia de Amor
que siempre termina en un Abrazo
que nos hace Eternos.